lunes, 31 de marzo de 2014

Frijoles y arroz para el corazón roto.

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Gerson Vladimir, 24 años, El Salvador.
Fotografía: Laura Leszinski, Luis Ruiz.
Son las seis de la mañana y la alarma de mi teléfono está sonando, hora de ir a trabajar. Una mañana más en Tierra Blanca, un poblado al sur de Veracruz donde el calor es casi permanente y raramente se escucha algún ruido en las calles; medio dormido salgo de bañarme y camino hacia la casa de mi jefa, Dolores, una religiosa que aunque use falda, tiene más pantalones que cualquiera. En su carro rojo nos dirigimos a nuestro trabajo en el Albergue Decanal Guadalupano, casa para miles de migrantes que cada año transitan por nuestro país en busca de un futuro más digno para ellos y sus familias. Es la mañana de un miércoles y fuera de la casa ya están unos veintitantos hermanos centroamericanos esperando su desayuno, recién bajados del tren; dentro, en los dormitorios del albergue, otros cuantos ya están despiertos después de descansar por primera vez en varias noches; es tan sólo el inicio de un día que sin duda nos traerá nuevas historias, aprendizajes, alegrías, corajes, tristezas y esperanzas. 
“¿Hay algo por lo que quisieran pedir a Dios hoy?”, les pregunto en la oración antes del desayuno. Las peticiones son similares; por su familia, por ellos, por los que se quedaron en el camino; cada uno se solidariza con la petición del otro, aquí ya no hay guatemaltecos, nicaragüenses, hondureños, salvadoreños, mexicanos, ya sólo hay soñadores, parte de un solo grupo en busca de sobrevivir para tener pan y vida. A la hora de servir el desayuno, las reacciones son varias. “¡Qué rico, arrocito y frijoles!”, dicen los más positivos; “¿No tiene más tortillas?”, piden los más hambrientos; algunos expresan “¿Arroz y frijoles otra vez?”. Pero no importa, el estómago se llena de alimento y el corazón de fuerza, y vaya que es necesaria, la situación no es nada favorecedora y aún queda más de la mitad del camino para llegar a su destino. Las inclemencias climáticas y la mala alimentación o la falta de ella los han dejado débiles, y la violencia, temerosos. Ésa, que es pan de cada día; de parte del crimen organizado que los explota y esclaviza, de las autoridades que los reprimen y maltratan, y de la sociedad que los excluye e ignora. 
Bien dicen que migrar es una triste alegría; es un viaje de esperanza lleno de desesperanzas, una búsqueda de un sueño que se va viendo cada vez más lejos, y aún así se persigue. ¿Por qué?, preguntarán muchos; la respuesta es contundente y dura, no hay de otra. Hay familias enteras que mantener, pandillas que los amenazan, entornos tan violentos que vuelven de la dignidad algo imposible.  Como en el caso de Gerson Vladimir, un joven salvadoreño con una historia que merece escucharse.  “Tuve una amenaza de muerte, de parte de unas pandillas que existen en mi país, de la Mara 18, que opera en el territorio donde yo vivo”, me lo dice bajito y temeroso, como si estuviese diciendo algo prohibido.  “Fue obligatorio que yo saliera de mi pueblo porque las pandillas están muy fuertes.” Me cuenta que su familia quedó muy entristecida por su partida y se negaban a dejarlo ir: “Nadie acepta el hecho de que tiene que salir de su país así a la fuerza”. Sin embargo, Gerson es un alma fuerte, no se quiebra, no puede, a pesar de las dificultades tiene un objetivo: vivir. “Me motiva la oportunidad de estar vivo, porque allá en donde nací arriesgo mi vida, (…) me motiva a seguir adelante poder encontrar un lugar donde rehacer mi vida”. 

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Anónimo, Guatemala.
Fotografía: Laura Leszinski.
Como la historia de Gerson, hay miles. Julián, de Honduras, atribuye su salida a la falta de trabajo; cuando lo encuentra, dice, las pandillas le cobran un impuesto de guerra; Jaime, también de Honduras, prefirió salir antes de que fuera demasiado tarde y su cuerpo ya no se lo permitiera. Hoy, ya en México, el pasado parece verse lejano, están dispuestos a hacer todo por llegar a su destino y dar vuelta atrás no es una opción, a pesar de las heridas, los ataques y la soledad, tienen que terminar el viaje. Conforme pasa el día, el albergue se va llenando de rostros; hombres y mujeres, niños y ancianos, cada uno con una historia que contar, con una voz que merece ser escuchada. Entre risas, algunas lágrimas, juegos, chistes, regaños, sudor y abrazos, transcurre la mañana hasta que llega la hora de la comida. Y es ahí cuando el equipo del albergue comienza a moverse enloquecidamente por la casa. “¡Caliéntame más tortillas!”, se oye por un lado; “¡Llegaron más! ¿Todavía tenemos comida?”, preguntan otros. 
Al centro de lo que pareciera una operación complicada, se encuentran las mágicas cocineras; y las nombro así, pues no hay otra explicación para lo que hacen. No sé si sea el amor con el que trabajan o algún ingrediente secreto, pero a la hora de la comida, un simple plato de arroz con frijoles es el manjar más delicioso; pero eso no es todo, con su magia también logran que con los recursos que hay, muchas veces limitados, todos alcancen a comer. Estas dos mujeres, Vicky y Jovita, desde su cocina escriben cartas de amor en forma de platos de comida; siempre tienen plática para quien se les acerque, sin embargo hoy que llegamos con una cámara para la entrevista, una de ellas no se puede aguantar la risa durante toda la grabación y casi todas sus respuestas son de una o dos palabras. Aún así, en lo breve de sus respuestas, dicen mucho; doña Vicky, que sigue trabajando mientras platica conmigo, me dice que le pediría a la gente “que cooperen, porque es una obra buena, porque hay muchos migrantes que vienen lastimados (…), que traen mucha hambre y el albergue cuenta con el apoyo, pero a veces nos hacen falta cosas”, también pide que ayuden con trabajo, como los voluntarios, tanto locales como foráneos.
Durante mis días en el albergue, el equipo de voluntarios y colaboradores formamos una mezcla bastante ecléctica. De edades, ideologías, credos, nacionalidades y habilidades muy diversas; sin embargo, formamos una familia pues todos teníamos algo en común: la esperanza de ser un alivio en un camino rocoso y doloroso. Nadie hubiera pensado que Laura, la sofisticada joven alemana estudiante de Ciencias Sociales, de ideas revolucionarias y agnóstica, pudiera convertirse en una de las mejores amigas de Antonieta, una religiosa guatemalteca de cincuenta y tantos años con la risa más contagiosa que he escuchado y la sonrisa más pura que existe; y sin embargo así fue. La misma Antonieta me dice: “He aprendido mucho de los voluntarios y de todos los compañeros pues son muy alegres y eso me transmite alegría y entusiasmo para seguir colaborando a nuestros hermanos migrantes”. A todos nos une algo más grande que nosotros mismos, como lo llamemos no importa, nos une Dios, el amor, ellos. 

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Migrantes haciendo fila a la hora de la comida.
Fotografía: Juan Pablo Gil.
Y como no unirse por ellos, si cada palabra, cada historia, te conmueve y te transforma. Como el caso de Johanna, una joven hondureña de 19 años; desde que comenzamos la plática con ella nos dice que se siente triste y con ganas de llorar, y sus razones son grandes. El viaje para ella ha terminado, es momento de regresar a Honduras, ese país donde ella dice “el trabajo no se encuentra”. ¿Se rindió?, no; simplemente ya no tiene dinero, y me dice que en este viaje “si uno ya no tiene dinero, ya no vale nada y lo matan”. En laspalabras suena cruel pero la realidad es aún peor, el crimen organizado se ha apropiado de las vías y ha comenzado a cobrar la infame cuota, y si no la pagan les dicen “si te subes al tren, te vamos a bajar, te vamos a violar y te vamos a matar”. Para ella, regresar es una desilusión, pareciera ser que todos los riesgos que tomó, hasta el abandonar a su familia, no valieron la pena. Sin embargo, al final de este pesado camino hay algo de luz, la única ilusión que le queda es la que la mantiene de pie: “Estoy feliz porque voy a ver a mi mamá, a mi papá, a mi hijo, a mis hermanos (…) voy a regresar a mi hogar”. 
Edwin, salvadoreño, tiene un caso parecido. Apenas está consiguiendo el dinero para pagar la cuota, con pequeños trabajos mal pagados que consigue con la gente del pueblo y la esperanza de que su madre, que lo dejó de niño y que ahora vive en Estados Unidos le mande un poco de dólares para continuar. Sus ánimos están bajos, acaba de ver como tiran a un compañero suyo del tren, y en el fatal hecho ve un reflejo de su futuro, pero no puede retroceder, tiene siete hermanos, todos huérfanos. Su padre, que en sus propias palabras, les enseñó “a andar en cosas buenas”, ya murió y ni él ni sus hermanos tenían nada de dinero para subsistir. Por ellos, por él mismo y por hacerle honor a su padre, va a continuar hasta llegar y poder trabajar, donde sea y como sea; su madre, con su nuevo esposo, trabaja en un restaurante y espera que le pueda encontrar algún empleo, de no ser posible buscará hasta hallar uno, pero no dejará que sus hermanos crezcan con tantas carencias como él, a su forma de ver las cosas, no puede defraudarlos. 
La familia, muchas veces es la única motivación que una persona tiene para seguir en un camino tan difícil. Así como Edwin lo hace por sus hermanos, Kevin, un hombre también salvadoreño, lo hace por su esposa y sus hijos; esa tarde, en cuanto me acerqué a él y le pregunté como estaba, comenzó a llorar desconsoladamente. Entre llanto, logró contarme algo de su historia, su esposa acababa de hablarle apenas unos minutos antes para decirle que los marasquerían matar a sus hijos y a ella; habían llegado a balear su casa, pues no habían podido pagar la cuota que las pandillas salvadoreñas cobran por vivir en su territorio; afortunadamente, su familia había podido escapar. “Si no sigo, me los van a matar”, me decía con lágrimas en sus ojos, “tengo que seguir para conseguir el dinero, o los pierdo.” Entre el llanto y las llamadas telefónicas de Kevin, no tuve mucha oportunidad de seguir platicando con él, sin embargo su historia no la dejo de pensar hasta la fecha.

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Edwin, 18 años, El Salvador.
Fotografía: Laura Leszinski, Luis Ruiz.
El día oscurece y muchos van saliendo de la casa para continuar su camino, otros se quedan para descansar toda la noche. Llega la hora de la cena, son menos que en la comida así que el ritmo no se acelera tanto; igualmente buscamos darles lo mejor, de lo que tenemos, de nosotros mismos; y eso lo aprendimos de Dolores, la cabeza y el corazón del albergue, la directora. Una persona verdaderamente fuerte y amorosa a la vez, alguien que vive su fe plenamente. Pocas veces he visto a alguien trabajar tanto y tan apasionadamente, ella está ahí porque cree en lo que hace y nadie lo podría hacer mejor. No le da a la gente por su lado, al contrario, los enseña a ser responsables y cuidar de sus cosas; a tratar a todos por igual, en el albergue no importa tu nacionalidad, tu género, tu religión, tu orientación sexual, aquí todos somos migrantes en busca de un sueño. En palabras de José, un hermano salvadoreño: “Todos somos seres humanos, todos tenemos derechos, no solamente por no tener documentos y estar ilegalmente en otro país no los tenemos, a los ojos de Dios todos somos iguales”.
Con la noche llega el fin de un día más en esta casa de soñadores, al siguiente día, probablemente lleguen decenas de nuevas historias que escuchar y corazones fuertes en busca de descanso y un plato de comida. Esa fue mi vida durante un semestre en Tierra Blanca, lugar donde, así como ellos, busqué un sueño y lo encontré; conocí a las mejores personas, mis compañeros voluntarios que se convirtieron en mis mejores amigos, gente con el corazón lleno de amor; conocí también mi nueva vida. Y Ahora sé que en el camino todos somos migrantes, vamos de paso esquivando los obstáculos y luchando por llegar al objetivo soñado; claro está, así como Gerson, Johanna, Jaime, José, Julián, Kevin y otros cientos de nombres que marcaron mi vida, encontraron dificultades en su camino, cada uno tendremos momentos donde sentiremos que ya no podemos seguir, pero estoy seguro que con mucha fe, amor y un buen plato de frijoles con arroz, no hay corazón roto que no se pueda reparar.
A Beto, Sol, Dolores, Antonieta, Laura, Jenni, Jessy, Juan Pablo Silva, Juan Pablo Gil, Lupita, Alma, Doña Vicky, Doña Jovita, Rafa, Héctor, Eli y todos los ángeles que tocaron mi alma en mi paso por Tierra Blanca. Gracias a ustedes soy quien soy.
Luis Ruiz Voluntario del Albergue 2013

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